En 1990 Argentina exportaba menos de 12 mil millones de dólares anuales. La convertibilidad, llena de defectos, tenía una virtud: el agro compraba insumos al mismo dólar al que vendía sus productos. Eso produjo un “agro boom” que cambió la dinámica del mercado de insumos (particularmente el uso de fertilizantes) e incrementó el área sembrada en 6 millones de hectáreas permitiendo que se duplicaran las exportaciones: 26 mil millones de dólares hacia 2001. Entre 2003 y 2011 el dólar recontra alto y el boom de la soja produjo el segundo salto exportador y el área sembrada sumó 10 millones de hectáreas. A pesar de todos los palos en la rueda del gobierno kirchnerista las exportaciones poco más que se triplicaron, alcanzando su máximo en 2011 llegando a los 83 mil millones de dólares. Desde ese año las exportaciones bajan por la combinación de: caída del precio de los productos agrícolas (que la década pasada eran récord), desaceleración de Brasil y apreciación del tipo de cambio.
Argentina hace décadas es uno de los países menos exportadores del mundo: 13% de su PBI son exportaciones, mientras que el promedio mundial roza el 30%.
Argentina necesita desesperadamente exportar más. Tenemos que venderle al mundo cualquier cosa que el mundo quiera comprarnos. Cualquier cosa. Hoy más del 60% exportaciones salen del planeta #Campo y eso debe cambiar elevando las exportaciones de otros bienes y servicios, no reduciendo las del #Campo. El problema no es lo que hacemos bien, el problema es lo que hacemos mal. El país tiene casi quince millones de pobres, el mercado interno no alcanza. No es suficiente para generar puestos de trabajo sostenibles en el tiempo desde lo económico, social y medioambiental.
Es necesario un giro de mentalidad de 180 grados: toda la actividad económica debe estar orientada al mundo y todo el sistema regulatorio debe estar focalizado en elevar la competitividad de los bienes y servicios para que puedan ser exportados.
Todas las señales del mercado deben indicarles a los argentinos que si el producto de su trabajo es exportable serán mejor remunerados. Las retenciones están mal, exportar está bien.

Iván Ordóñez. Economista especializado en Agronegocios
Japón hoy es un país extremadamente conectado en el mundo, pero no siempre fue así. El Japón medieval de los samuráis (período Edo) estuvo literalmente cerrado al mundo durante 200 años; el único contacto con el mundo exterior se reducía al puerto de Nagasaki con un mínimo intercambio con comerciantes holandeses. La vida en ese Japón era cruel: un sistema de castas en cuya cima se encontraban los guerreros que vivían en un contexto de enfrentamiento constante. El atraso era tecnológico era total, las hambrunas cotidianas (Tenmei, Tenpō, etc.). En 1853 el Comodoro Perry ancló cuatro cañoneras en la bahía de Tokio y demandó la apertura de Japón al comercio con Estados Unidos. Los señores feudales temieron por la independencia política del país, preso del atraso tecnológico y así se resolvió una tensión inherente a la identidad japonesa: tradición vs. modernización. Japón atravesó un período de reformas que duró 40 años en el cual se consolidó el Estado nacional y se inició un acelerado proceso de reforma social. El proceso, que en un inicio era marcadamente liberal y laico, guarda interesantes similitudes con la Generación del 80 argentina. Las reformas japonesas se centraban en la ciencia y la masificación de la educación, ambas directrices impulsadas por Fukuzawa Yukichi (hola Domingo Sarmiento) bajo la premisa de la adopción pragmática de las ideas de Occidente y en una voraz vocación exportadora. Hacia 1910 Japón era uno de los países más ricos y promisorios del mundo.
Terminado el período bélico japonés (un continuo de 30 años que se cierra en 1945) Japón se enfrenta nuevamente a su dilema: tradición vs. modernización. Nuevamente la modernización es triunfante gracias una experiencia traumática con el exterior, nuevamente el conocimiento es el motor del crecimiento y la prioridad es la reconstrucción de un país arrasado por el esfuerzo bélico y la catástrofe atómica. Nuevamente el foco es exportar.
Comerciar con el mundo es un intercambio cultural que obliga a cualquier sociedad a adaptarse.
Los japoneses dividen el mundo en Japón y no-Japón (a diferencia de por ejemplo Argentina que es latinoamericana, con fuertes influencias europeas y Occidental), su idioma no tiene similitudes con el de ningún otro país y su población siempre fue más rica y voluminosa que la de Argentina. Sin embargo, siempre que crecieron miraron al mundo como su cliente. Esa característica se combina con su pasión por la perfección: los japoneses toman cualquier proceso productivo y lo mejoran para alcanzar la máxima calidad utilizando los mínimos recursos. Japón tiene uno de los mejores whiskies del mundo, y esto es algo que sucede desde hace tan solo unos 20 años, pero en realidad hace más de un siglo que son productores de whisky. Es una lección de pasión, paciencia y perseverancia.
Cuando tuve la oportunidad de entrevistarme con el Vicecanciller de Japón me recibió con un contundente: “importamos el 60% de lo que comemos, necesitamos socios”.
Paulatinamente se abre para el país un mercado con 126 millones de habitantes con un ingreso per cápita de 42.700 dólares (el doble de Argentina): lo que consumen de alimentos importados por año equivale al PBI de Argentina. Es una monstruosidad: abramos los ojos frente a esta oportunidad. Ya es una realidad la apertura del mercado de carne bovina para el ganado patagónico y están en tratativas peras, manzanas, limones, cereza y miel. Hoy Argentina tiene la posibilidad de aprender de Japón a través del comercio: venderles lo que ellos quieren como ellos quieren será una escuela para miles de empresas.