Entre 1908 y 1914, hubo una innovación fisicoquímica revolucionaria, sin la cual la población mundial, se estima, sería la mitad de la actual. Fue la que permitió producir fertilizantes nitrogenados a partir del aire, y hacerlo a escala industrial.
Por: Alejandra Groba
Ese hito tan poco conocido para el impacto que provocó es el “proceso Haber-Bosch”, y tuvo lugar en la Alemania previa a la Gran Guerra, o Primera Guerra Mundial. Hubo una expresión más marketinera con la que en aquel momento se explicó esta creación al común de la gente: Brot aus Luft (pan hecho del aire, en alemán). El pan, se sabe, era el pilar de la alimentación de gran parte del mundo occidental, y el trigo, el cultivo dominante entre los cereales, todos muy dependientes del nitrógeno, el principal nutriente requerido por las plantas.
La anterior dependencia de las “minas” de nitrógeno
Hasta entonces, los aportes de nitrógeno al suelo podían provenir básicamente de los abonos orgánicos tradicionales (residuos vegetales y compost, estiércol del ganado vacuno o porcino, incluso excrementos humanos), de otros abonos naturales (como harina de huesos o de pescado), de la rotación de cultivos con uso de leguminosas (que fijan el nitrógeno atmosférico) o de algunas cenizas o minerales naturales.
Pero la mayoría de esas fuentes no alcanzaba para incorporar la cantidad de nitrógeno que necesitaba una agricultura en expansión, que debía alimentar a las poblaciones crecientes de un mundo que avanzaba en la industrialización. Y las fuentes que en el siglo XIX habían aportado nitrógeno abundante de ultramar, como el guano de Perú o el nitrato del salitre chileno, se habían agotado o estaban en vías de hacerlo a principios del siglo XX.

Proceso Haber-Bosch
Más allá de David Ricardo y Malthus
Estos temas ya venían generando interés y preocupación entre los estudiosos desde los albores del capitalismo en Occidente. En 1798, mientras la Revolución Francesa estaba en sus últimas etapas, el economista y demógrafo Thomas Malthus publicó su famosísimo Ensayo sobre el principio de la población. Allí sostenía que la población crecía en forma exponencial (geométrica), mientras que los alimentos lo hacían de manera lineal (aritmética). Por lo tanto, los aumentos poblacionales llevaban inevitablemente a escasez de recursos, que derivaban en hambrunas, pestes o guerras, que a su vez volvían a equilibrar la situación.
Dos décadas después, David Ricardo, uno de los considerados padres de la economía moderna, publicó su teoría de la renta diferencial de la tierra y su ley de rendimientos decrecientes.
Se puede inferir que, en ambos autores, subyace el supuesto de que la fertilidad de las tierras es algo dado, que no puede mejorarse significativamente.
El “problema” del trigo como disparador
Un siglo después de Malthus y Ricardo, la confianza en la química para resolver problemas estaba más afianzada. Y, fundamentalmente, se había roto el paradigma vitalista, que suponía que sólo el tejido vivo podía crear moléculas orgánicas, gracias a que el químico alemán Friedrich Wöhler, calentando cianato amónico, sin querer fabricó urea, en 1828.
De modo que cuando en 1898, el británico William Crookes, presidente de la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia (y famoso por haber descubierto el talio, aislado el helio e inventado el tubo de rayos catódicos), vaticinó que hacia 1930 habría hambrunas si no se lograba sintetizar nitrógeno para fertilizar los cultivos, varios científicos se lanzaron a estudiar cómo fijar nitrógeno atmosférico. Entre ellos, William Ramsay, Henri-Louis Le Chatelier y Wilhelm Ostwald, que estuvo cerca de lograrlo.
Haber y Bosch, la inspiración y la transpiración
Pero fue el químico alemán Fritz Haber, con su ayudante Robert Le Rossignol, el que logró sintetizar amoníaco (NH3) a partir de sustancias elementales: el nitrógeno del aire (N₂) y el hidrógeno (H₂), entonces proveniente del coque. El procedimiento les llevó años de ensayos con distintas presiones, temperaturas y catalizadores.
Y no habría llegado a convertirse en una producción de escala industrial sin el apoyo de Badische Anilin und Soda Fabrik (BASF), a través del ingeniero que se encargaba de investigar qué patentes valía la pena comprar: Carl Bosch. Fue él quien se encargó de resolver las innumerables dificultades que se suscitaban al tener que trabajar con altísima temperatura y presión, tomando conocimientos e innovaciones de otras disciplinas e industrias.
Finalmente, en 1913, se inauguró la primera planta productora de amoníaco por síntesis del mundo, en Oppau.

Después de la Gran Guerra, el proceso Haber-Bosch se usó en todo el mundo para fijar nitrógeno a gran escala, y se fue volviendo más eficiente, sobre todo cuando el gas natural sustituyó al carbón como fuente de energía e hidrógeno.
Haber obtuvo el premio Nobel de Química 1918 por ese desarrollo. Bosch ganó el suyo en 1931. Hoy se producen en el mundo unos 280 millones de toneladas de fertilizantes nitrogenados al año, que alcanzan para nutrir cerca de 1.350 millones de hectáreas, que producen alrededor de 9.500 millones de toneladas de cultivos (caña de azúcar, maíz, trigo y arroz, entre muchos otros).

Nobel a HABER, 1918
Haber y su lado escalofriante
El proceso Haber-Bosch tuvo un aspecto oscuro: se utilizó para producir ácido nítrico para fabricar explosivos, que alargaron la Primera Guerra Mundial. Pero lo más difícil de asimilar es que Haber, ese genio que evitó que millones de personas murieran de inanición, sea también el padre de la guerra química. Él mismo dirigió el primer ataque con cloro, a soldados atrincherados, en lo que se conoce como la masacre de Ypres (Flandes, Bélgica), en abril de 1915. Días después, cuando regresó a su casa en Berlín, su esposa, Clara Immerwahr, la primera doctora en Química de una universidad alemana (Breslavia), se suicidó.
Judío converso, Haber había sufrido de joven tener cerrado el acceso a altos cargos académicos en su país. Sin embargo, su patriotismo era muy fuerte, hasta tal punto que, con 46 años y siendo ya rico y multigalardonado, quiso alistarse en el ejército cuando empezó la guerra. “En la paz, por la Humanidad, y en la guerra, por Alemania” es una expresión que le atribuyen. Restablecida la paz, sus colegas no alemanes lo destrataron, los aliados lo declararon criminal de guerra y los suecos le dieron el Nobel.
Siguió trabajando en Alemania, pero en 1933, con el ascenso del nazismo, tuvo que emigrar. Albert Einstein, de quien fue muy amigo aunque estaba políticamente en las antípodas, dijo: “La vida de Haber fue la tragedia del judío alemán, la tragedia del amor no correspondido”. Haber murió un año después, sin enterarse de que una variante de un gas que él había desarrollado sería empleada en los campos de concentración nazis.
Un hito para rescatar del olvido
Es probable que esas contradicciones espeluznantes del personaje y de la época hayan opacado el reconocimiento que el “pan hecho del aire” merece. La síntesis de los fertilizantes nitrogenados no solo fue importante en sí, sino que se constituyó en la condición sine qua non para la posterior Revolución Verde, que permitió multiplicar la producción de alimentos hasta desmentir los sombríos vaticinios malthusianos. Como sostiene Matt Ridley en Claves de la innovación: “Si Haber y Bosch no hubieran conseguido su innovación casi imposible, el mundo habría pasado el arado por cada hectárea disponible, habría talado todos los bosques y drenado todos los desiertos, pero estaría al borde de morir de hambre”.
Fuentes
. Isaac Asimov. Historia y cronología de la ciencia y los descubrimientos. Cómo la ciencia ha dado forma a nuestro mundo.
. Matt Ridley, “Los fertilizantes que dieron de comer al mundo”, en Claves de la innovación.
. Miguel Katz. “La química y sus contextos: el caso Fritz Haber”, en Relatos sobre químicos, sus circunstancias y contextos.
. Friedrich Bretislav et al. (eds.). One Hundred Years of Chemical Warfare: Research, Deployment, Consequences.































