Hace ya demasiadas décadas el país arrastra dos discusiones esenciales para su normal funcionamiento que no logra saldar. La primera y más importante es cómo decide el país relacionarse económicamente con el mundo. Argentina no es un país pequeño en términos de población, pero con sus actuales 45 millones de habitantes y velocidad de crecimiento baja, no es ni será uno siquiera de tamaño medio. Para que su economía crezca y genere puestos de trabajo sostenibles desde lo económico, social y medioambiental debe comerciar con el resto de los países del mundo y eso no solo implica entender que le podemos vender al mundo (y sobre todo que desea comprarnos), si no también que le compra Argentina al mundo. El comercio global tiene esa regla de hierro, no existen ventas sin compras.
Una parte muy importante de la sociedad suscribió a un credo contrario a toda la lógica mundial durante muchos años que se resume en “vivir con lo nuestro”. Argentina no puede: su mercado es muy pequeño, su entramado productivo para producirlo todo es muy ineficiente. De hecho, ningún país del mundo puede tener estándares de vida del siglo XXI viviendo con lo suyo.
En consonancia, los Estados nacionales y provinciales han demostrado una incapacidad creciente en solucionar cómo recaudar dinero y cómo luego gastarlo. En todas las crisis que atravesó el país en las últimas cuatro décadas esta incapacidad de mantener un presupuesto dentro de parámetros razonables de equilibrio fue uno de los ingredientes determinantes.
La incapacidad de resolver ambas discusiones, que están íntimamente ligadas, generó desde antes de 1975 una volatilidad macroeconómica creciente, que redujo el crecimiento y elevo la pobreza. De acuerdo con el CEDLAS desde al menos la hiperinflación del 89 el país tiene un piso de un 30% de la población pobre. Durante el segundo trimestre de 2003 ese ratio alcanzaba el 58,5%. El Estado se abocó a contener a los pobres con 4 instrumentos: amplió el alcance de las jubilaciones para asistir los adultos mayores pobres, las AUH a los niños y jóvenes, los subsidios a los servicios públicos al Conurbano bonaerense donde residen el 50% de los pobres de Argentina y finalmente el empleo estatal provincial; son muchas las provincias en las que más de 3 de cada 5 empleos son estatales, mientras que los 2 restantes del sector privado están fuertemente ligados al consumo de los 3 estatales. Así las cosas, más del 50% del gasto del Estado nacional responde a las jubilaciones, y casi un 6% restante a las AUH. Ambos gastos están indexados para proteger de la inflación al único ingreso que tienen ambos grupos vulnerables. Si esta compleja y costosa red de contención no existiese, la pobreza actual del 30% sería muy superior. Por otro lado, las provincias que recibían como transferencia automática un 30% de los ingresos del Estado nacional 2002 y un 38% en 2015, hoy reciben cerca del 45%.
En este contexto un Estado nacional quebrado pactó con los estados provinciales un equilibrio presupuestario dado que Argentina no puede emitir más deuda. El país no se gobierna desde la Casa Rosada, las decisiones son de consenso.
Contraer el gasto en ese consenso es poco probable, la parte centralizada en Nación está indexada, mientras que la decisión del gasto provincial está descentralizada en 24 administraciones distintas. Para llegar a un presupuesto equilibrado para el Estado nacional es necesario recortar un déficit del 2,7% del PBI. Poco más de la mitad viene de contraer el gasto: reducción de obra pública, reducción de subsidios a transporte y servicios públicos y salarios estatales casi freezados con una inflación que superará el 32% anual. La otra mitad se consigue elevando los ingresos del Estado: se escogió un impuesto pésimo para la actividad económica, pero satisfactorio a los fines de recaudar más, los impuestos a todas las exportaciones del país. Dentro del diseño de la herramienta, el objetivo explícito de reducir su peso dado que a medida que suba el tipo de cambio el gravamen se licua. A pesar de ello, los impuestos a las exportaciones implican un esfuerzo económico, sobre todo para las empresas cuyo el grueso de sus insumos está dolarizado. Tal es el caso de la agricultura extensiva: en dólares su ganancia se redujo y habrá menos capital de trabajo para invertir en la campaña siguiente.
El problema urgente aparentemente está resuelto. El Estado no quebrará y no expondrá a la sociedad a una situación mucho más traumática aún. Sin embargo, los dos dilemas históricos de Argentina están hoy insoportablemente vivos: cómo nos relacionamos con el mundo y cómo administramos nuestro Estado. Estos altísimos niveles de carga impositiva inhiben la acumulación de capital en las empresas; sin acumulación de capital no hay incremento de productividad. Sin mayor productividad no hay competitividad para relacionarnos con el mundo.
Sin relacionarnos con el mundo no hay crecimiento económico. Sin crecimiento económico sostenido no hay desarrollo. Sin desarrollo jamás reduciremos la pobreza.
Eficientizar y reducir el gasto estatal sin desproteger a una porción significativa del país implica una operación sobre las variables gradual y sostenida en el tiempo de la cual casi nadie resultará conforme. Por eso genera una fuerte coalición de actores que se resisten al cambio. Por eso desde al menos 1975 Argentina está en su laberinto.